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Las jerarquías de las causas

JUAN LUIS MORAZA, sobre la candidadtura de Madrid como sede olímpica y la ausencia de una política de Estado para las artes

Resulta una escena inusual, simultáneamente esperanzadora e indignante: contemplar sonrientes y unidos bajo una misma causa, sin ninguna discusión, en la Delegación Española para la presentación de la candidatura de Madrid como ciudad olímpica en el 2016, a los representantes de los partidos políticos más importantes y más enfrentados en España, junto al Rey y a grandes deportistas, y otras personalidades ligadas al campo concreto que los convoca. Es una escena tan fantástica que no resulta difícil fantasear con escenas similares que conciliaran con la misma intensidad tanta diversidad de intereses alrededor de otras causas, como las artes o las letras …o causas más acuciantes como el bienestar social, la igualdad de oportunidades o la justicia. ¿Acaso la causa de las Olimpiadas es más importante que el presente y el futuro laboral, industrial, cultural y social del Estado Español?

Ese concilio imposible pero real, alrededor de una presentación internacional, confirma la importancia de la causa, pues es bien conocido que las Olimpiadas se han llegado a convertir en un acontecimiento internacional trascendente, capaz de reportar ingentes beneficios al país anfitrión. Pero que esa escena haya sido posible hace pensar que existen causas que justificarían un esfuerzo similar de conciliación por parte de todos los representantes públicos. Ello confirmaría la sensibilidad de los políticos y los administradores públicos sobre su propia legitimidad, esto es, sobre la cultura política que los sustenta y a la que se deben. Que una escena similar sea impensable alrededor de causas más importantes quizá desvele la jerarquía de los intereses partidistas de la clase política, irreductibles a la compasión, a la solidaridad y al bien común: Si éstas no son una causa mayor, quizá la democracia no esté garantizando su misión, su naturaleza, su aspiración última.

Acaso sean los valores del olimpismo, basados en el honor, el juego limpio, la competencia, la disciplina y el trabajo, la solidaridad, los que podrían informar futuras cumbres o presentaciones capaces de ofrecer acuerdos para determinadas causas incluso más necesarias, más urgentes. Son perfectamente imaginables concilios de interés común sobre economía, hacienda, trabajo, cultura …y sin embargo estas causas no parecen merecer el esfuerzo de un ensayo de unanimidad, de cooperación. Falta una política de Estado, falta el sentido de una política de Estado, que debería estar muy por encima de las diferencias ideológicas, territoriales, o económicas. Cada vez más ciudadanos advierten la brecha existente entre la clase dirigente -legitimada por la participación formal del sufragio- y aquellos que son representados por ella. Advierten que más allá de la pertenencia o la filiación, sus representantes disponen de privilegios excesivos, de atribuciones y decisiones no justificadas por el origen democrático de su poder, sino de su simple ejercicio. Sienten que se ha invertido el orden de legitimidad, de modo que son los ciudadanos los que sostienen y trabajan para el Estado, y no el Estado el dispositivo de sustento y administración de la vida.

El universo del deporte implica la aceptación indiscutible de los arbitrajes, del respeto al adversario. Y al desplazar la competitividad y el conflicto hacia un terreno acotado, virtual -tablero, campo, pista- los deportes, como las artes y sus espacios -obra, poema, danza-, acaso sean un buen modelo para afrontar las causas políticas o económicas. Ello conllevaría desdramatizar, relativizar todo presupuesto ideológico para someterlo al honor, a la transparencia, al placer del juego, al respeto recíproco hacia los contrincantes. Como en el paraíso, dentro de ese espacio privilegiado del juego, todo es posible, excepto la necesidad. No me cuesta fantasear con una comparecencia tan ilustre como la que ha presentado la candidatura de Madrid al COI, en un acto alrededor de las artes capaz de ofrecer al mundo las excelencias de nuestros creadores, nuestras excelencias. Como los deportistas, los artistas y la comunidad artística conocen la necesidad de la disciplina, sin la cual las mejores intuiciones se degradan en meras ocurrencias; conocemos la incertidumbre y la nobleza de un juego sin perdedores, aunque no se consiga un lugar en el olimpo de la gloria; sabemos que nuestras elaboraciones comprometen a todos y que nuestra responsabilidad excede nuestro gozo, para asentarse en la comunidad. Sabemos que nuestra sensibilidad importa al bien común, a la construcción simbólica de lo social, a la creación de un patrimonio común. Aún siendo una actividad marginal incapaz de convocatorias tan masivas como el deporte, las artes ensayan las singularidades subjetivas de una eclosión personal que no se explica enteramente desde razones sociológicas, o parámetros ideológicos, y proporcionan el modelo de una experiencia especialmente libre y responsable. La vitalidad democrática de una sociedad depende de la cultura política de sus ciudadanos, de sus competencias en términos de pensamiento, opinión, decisión, e imaginación. Por ello, la administración pública tiene la responsabilidad de promover el incremento de la cultura, y como consecuencia de facilitar programas e iniciativas públicas que favorezcan la existencia creciente de ciudadanos capaces de generar opinión pública, con recursos sensibles, afectivos y conceptuales como para juzgar su presente; y de facilitar la libertad de impresión, limitando el poder de las inercias culturales y los sistemas (ideológicos y sensológicos) de formación de opinión. Ello implica la promoción de sistemas de aprendizaje y transmisión con un reconocimiento de la excelencia del arte como lugar privilegiado de saber y responsabilidad. La imposible escena de una política de Estado para las artes, de un concilio más allá de las marginaciones, de las desatenciones, los desajustes interministeriales y los recortes presupuestarios.

Seguiremos soñando.