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Exposición de Daniel Verbis en Llamazares Galería

Galería Llamazares

Del 10 de Febrero al 31 de Marzo de 2021

 

Mi nombre es Daniel Verbis aunque no es así como verdaderamente me llamo. Tengo cincuenta y dos  años y después de llevar cuarenta pintando he llegado a esta conclusión: Pinto contra mí mismo. Es decir, reniego de lo que hago para poder hacer aquello en lo que creo, o quiero. ¿La razón? No sé quién soy.  ¿La consecuencia? Desconfío de todo. ¿La ventaja? No me caso con nada ni con nadie. Sospecho que, a ojos de los demás, resulto inclasificable. Pero esto es lo que hay. Y lo digo para dejar las cosas claras y compensar las muchas incertidumbres que alimentaré con este breve texto.

En lo que a mí respecta yo me daría por contento con lo dicho hasta aquí. Pero como sé que una nota de prensa no es una confesión telegráfica y como supongo que de mí se espera algo más, añadiré que PSIQUES es mi segunda exposición en la Galería Llamazares y que no está tan claro que la concisión del título responda a la concreción de un tema. De hecho me doy cuenta de que este concepto engloba varios temas, pero resulta que éstos son difíciles de reconocer y difíciles de explicar y será necesario valerse de ciertos detalles o de ciertas manifestaciones secundarias de las formas para poderlos determinar. No será cosa fácil pero lo voy a intentar.

 Psique era el nombre que se daba en la antigua Grecia a ese primer soplo, hálito o aliento que inhala el ser humano al nacer, que era el mismo que le abandona justo en el momento de la muerte. Las psiques pueden entonces concebirse como esas almas conmocionadas o espíritus errantes, como esas fantasías o imaginaciones que se prenden en los cuerpos vivos y se desprenden de los cuerpos muertos. Pero psique también se le llama a la pupa que rompiendo el esqueleto de la crisálida se convierte en una mariposa, en el dibujo de sus alas. Los griegos llamaban psiques a las mariposas, y Psique era también el nombre de la esposa de Eros, que los romanos más tarde simbolizarían como una joven alada. Tenemos pues que el término psique responde a toda una serie de realidades o conceptos, todos ellos, además, difíciles de representar por su evidente inestabilidad. En resumen, las psiques son esas manifestaciones de los cuerpos vivos que no se pueden describir porque en su fugacidad o en su inmaterialidad apenas tiene uno tiempo de poderlas contemplar.

¿Qué tiene que hacer el pintor que quiere pintar a estas psiques? ¿Qué tiene que hacer el artista que quiere otorgarles una imagen o una forma para contrarrestar la fugacidad de su percepción, las fluctuaciones de su aparición? Pues bien, el pintor tiene que encontrar la manera de replicar toda la viveza de las psiques, toda la vitalidad de sus apariciones. La pintura debe con-vertirse en la imagen de la pulsión actante de una psique, en la foto fija de unas realidades casi-inmateriales (tornasoles, vaguedades, gestos, momentos, alucinaciones, imaginaciones, éxtasis) imposibles de pintar porque no dejan de ser pensamientos movedizos, percepciones inestables, sensaciones cambiantes, inquietudes.

Según esto, en la in-quietud de la pintura estas psiques se convierten en la gráfica de los momentos que acontecen, en los diagramas de cada movimiento. La pintura es el registro de esos acontecimientos que nos ponen el alma en un vilo o de aquellos otros que nos remueven el cuerpo. Cuando las psiques se miran en el espejo de la pintura lo que se encuentran normalmente son las imágenes de sí mismas pero disfrazadas del efecto ilusorio de lo que sigue en movimiento. La pintura se convierte entonces en el reflejo veraz de una psique, de una vida, de un alma avivada por las brasas del deseo de ser o aparecer. Ya hemos dicho que los griegos llamaban psique a este aliento que primero coloniza el cuerpo y luego abandona su cadáver. Y ese aliento necesita hacerse hueco, soplar en la embocadura, hincharse y vaciarse para de-mostrar que el deseo es lo que da sentido a la vida y que el gozo o la jouissance es lo que rebasa la funcionalidad del cuerpo.

 

Que la piel de la pintura sea la vestimenta de la imagen, no contradice el hecho de que la vestimenta puede convertirse en la pintura de una piel desnuda, como ocurre en el paño de la Verónica, en la Sabana Santa (esas telas en  donde se pinta la piel herida del cuerpo de Cristo) o en las pinturas antropométricas de Ives Klein… Nos cubrimos la piel de tatuajes porque la pintura no deja de ser una piel. No hay psique sin cuerpo, como no hay divinidad sin ropaje. En las envolturas del paño arrebujado y en las entretelas del alma el deseo es relegado. Así podemos representar la metafísica del amor y la blancura primera del lienzo. Así podemos representar la pureza que no se deja contemplar. Así perdura la impronta del cuerpo actuante o las gesticulaciones del artista como reflejo de la psique alterada (phatos). Así se paraliza la naturaleza cambiante. En cuadros como La clausura, 2020 o La piel de las cosas, 2020, la tela petrificada funciona como el esquema de una psique liberada de su cuerpo. Muda que queda al albur de la mirada. Crisálida abandonada. Piel endurecida. Vendaje de las heridas del alma… Estos podrían ser los temas de estos cuadros de telas arrugadas.

Nos encontramos pues con estas pinturas de telas plegadas, de telas arrugadas que funcionan como el esquema automotriz de la liberación psíquica de un cuerpo, alma o psique hasta ese momento confinada. Un deambular de la pintura hecha ropaje que abarca desde una anunciación (Anunciación, 2020) —en la que vemos el batir estriado de unas alas rodeadas por la infinitud de una simiente láctea arrojada en una bóveda celeste, marginalmente enmarcada por el manto retirado, por el manto del cuerpo esposado, del cuerpo despojado de su virginidad ambulante—, hasta el desgarramiento cromático de la Serie Crossdresser, 2020, pasando por la rotura de la crisálida (El paciente insecticida, 2018). Oscilaciones de la vida que son oscilaciones del cuerpo que son oscilaciones de la luz. Encarnaciones de la idea-luz en unas imágenes que no dejan de ser la suplantación de una tela por la tela misma. Primero arrugada y luego tensada. Fluidez sinuosa de la tela iluminada que no puede ser otra cosa que el síntoma de una huida de la figura o una resurrección del cuerpo. Ya no sabemos si el cuerpo es el que abandona la psique o es la psique la que abandona el cuerpo.

La tela fluyente se convierte de este modo en el síntoma de una presencia esquiva como el aleteo de una mariposa en la naturaleza. Cuando la psique fluyente se amolda a los pliegues del cuerpo o cuando el pensamiento se hace carne y la carne se hace pensamiento, la pintura pasa a ser algo más que la imagen que representa, la pintura se convierte en el reflejo del alma que no consigue abandonar la cárcel del cuerpo.

 

La belleza inasible no se puede retratar. Como la pureza es un ideal. Cuando el manto envolvente se rompe (como se rompe la crisálida) en el acto gozoso o liberador del cuerpo, la naturaleza se muestra en toda su crudeza. Desnuda, hecha mirada, despojada del manto que proscribe su visibilidad, la belleza pierde su carácter virginal, pierde su condición ideal y se convierte en el espectáculo de una fugacidad, en el resplandor de un instante, en una electricidad estática superficial. Nada es ideal. Pasamos de la virginidad de la tela blanca al desgarro de la rotura carnal. Vemos pues, que la belleza, que la iridiscencia cromática de esas psiques que aparecen y desaparecen en la sinuosidad del su vuelo fugitivo es como en una victoria alada (Samotracia, 2020) o en una buenaventura angelical (Psique, 2020-21), algo temporal, una brevedad, una lejanía del ser que acaba abandonándonos y que sólo se puede recordar o imaginar. Como el entomólogo que atraviesa con un alfiler el cuerpo rígido de una mariposa para que pueda apreciarse la tornasolada pigmentación de sus alas, también el pintor inmoviliza el tránsito de las formas para encontrar la forma exacta o la forma adecuada, la armonía o la lógica. O como se ha le llamado siempre, la belleza. El pintor detiene el fluir de la psique, el deseo de ser apariencia en una materia pictórica que ya es para siempre una imagen fija, una imagen-muerte. Pero imagen-muerte de una psique todavía actuante, de una psique que parece tener vida o retenerla porque es expresiva, porque es la réplica de una semántica corporal llena de vida. La pintura pues, parece que tiene vida cuando resume en un gesto el recorrido de la mirada, esa continuidad del tiempo en el espacio que es la propia vida, cuando se adapta, como un guante, al discurrir de esa vida. La pintura es una actividad paradójica que alcanza su máxima expresión cuando restituye la in-quietud constitutiva de lo que tiene vida. Sea esta inquietud una cosa visual o una cosa mental. La pintura nunca dejará de ser un pensamiento de los ojos para los ojos que se hace modélico, precisamente porque da estabilidad a lo que tiembla.

Daniel Verbis – En un enero cualquiera del 2021