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Eduardo Grúber en la Galería Siboney: Fieras y fierezas

Del 2 de julio al 4 de agosto de 2010

EL DESEO DE LA PINTURA

Hay en esta exposición de Eduardo Gruber un pequeño cuadrito que se titula “El deseo”. Se trata de un trampantojo. En él aparece una postal o una foto recortada y pegada con papel adhesivo sobre una tabla de madera. ¿Qué es lo pintado y qué es lo real? Cuando el espectador se acerca a contemplar el cuadro, la perplejidad aumenta. Pues la apariencia es sin duda la de un recorte de una revista adherido sobre una tabla de madera. Sin embargo, el engaño consiste en que el recorte es real y está realmente pegado, pero lo pintado es precisamente la tabla. Lo menos aparente para el espectador, allí donde uno menos fija su atención, allí es precisamente donde el pintor ejecuta su engaño. Se trata sin duda de un engaño con respecto al principio de realidad. “El deseo” lo titula el artista. La imagen escogida procede de un anuncio de cigarrillos marca Chesterfield. Unos jóvenes subidos a un tren que lleva un descapotable. Parecen polizones camino de la playa, haciendo una travesura. La imagen sugiere la idea placentera de “dejarse llevar”. ¿Es esa la imagen del deseo? Viajar, escapar de la rutina, hacer una travesura, irse de vacaciones… La imagen placentera choca sin embargo con una extraña realidad. Está fijada con cinta adhesiva sobre una tabla de madera. ¿Cuál es entonces aquí la idea del deseo?

Pero tal vez el deseo que aquí actúa o con el que aquí se juega no sea tanto el deseo de viajar o de dejarse llevar, como con la idea del deseo de pintura. Pues en realidad, cuando uno asiste a contemplar los cuadros, eso es lo que se busca y desea. Pero el recorte es un papel “real” y eso defrauda un poco nuestras expectativas con respecto a nuestro deseo de pintura. Sin embargo, nuestro deseo defraudado es por el contrario el único realmente satisfecho. La pintura estaba oculta, bajo la apariencia de una madera pintada.

De modo que la realidad “real” se confabula con la realidad “virtual” para generar un objeto que nos pone en cuestión la idea misma de lo real. Así se introduce un principio de sobre-realidad o de súper-realidad que es el que efectivamente actúa en esta exposición de Eduardo Gruber. “En el fondo –me escribe el artista–, todo el trabajo en el que ahora estoy inmerso, de algún modo lo que hace es cuestionar el concepto de realidad”.

Se trata de un principio formulado por un movimiento estético y artístico que goza ya de una notable tradición. Pues su trabajo consistió precisamente en confundir deliberadamente los límites entre la realidad y el deseo o también entre lo onírico y lo real o, de un modo más preciso, los límites entre lo consciente y lo inconsciente, para generar de este modo fascinantes objetos poéticos. Unas tijeras con sombrero o un muro que descansa cómodamente sobre un sofá son objetos de este tipo. Esta tradición dio en llamarse en español “surrealista” por una traducción directa del francés mimética y fonética, aunque su nombre correcto hubiera sido “sobrerrealismo” o “superrealismo”. La vocación surrealista de esta exposición es evidente. La aparición fantasmal del rostro de Luis Buñuel flotando sobre un sofá nos lo confirma.

Buñuel, o tan sólo su cabeza, flotando mágicamente sobre un sofá, en una aparición que nos recuerda otro cuadro de Dalí, las “Seis apariciones de Lenin sobre un piano”, Buñuel, uno de los grandes padres del surrealismo, nos lo confirma: en esta exposición Eduardo Gruber viene a ponerse bajo la advocación del Surrealismo. No hacía falta ser muy avezado para verlo. Algunos de los pequeños óleos de esta exposición lo evocan con rotundidad: un muro que reposa sobre un sofá puede recordar acaso esos encuentros sorprendentes de los emblemas de Alciato que reúnen cosas arbitrarias para crear imágenes alegóricas. Sin embargo, qué duda cabe, que el procedimiento es el invocado deliberadamente por Breton, citando a Max Ernst, citando a su vez a Lautréamont: «consiste en la explotación del encuentro fortuito en un plano adecuado de dos realidades distantes (lo cual no es más que paráfrasis y generalización de la célebre frase de Lautremont: “bello como el encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”)»[1]. Lo mismo nos pasa cuando vemos unas tijeras con sombrero, que nos recuerdan a Magritte o un maniquí de los pintados por De Chirico, emergiendo de la espuma de un mar de estampados textiles, alimentado por un grifo. Qué duda cabe entonces de que lo que aquí tenemos es una especie de homenaje explícito a los maestros y a la tradición del Surrealismo.

Sin embargo Eduardo Gruber no es un pintor surrealista. A lo largo de su vida de pintor ha sido muchas cosas o, mejor dicho, ha desarrollado muchos lenguajes y muchas tradiciones artísticas, pero desde luego no precisamente la surrealista. Ha podido ser informalista, expresionista abstracto o incluso militante de la abstracción geométrica, pero el Surrealismo constituye una sorprendente novedad en su lenguaje. Sin embargo, el artista me lo explicita claramente en su carta: su coqueteo tangencial con el Surrealismo no es más que parte de esa deliberada exploración del principio de realidad: “Aquí –me escribe– puedo hacer un cóctel con conceptos como simulación, representado cosas, fingiendo lo que no son, el trampantojo, haciendo ver a uno lo que no es, la realidad del cuadro como objeto, la realidad que "describe" el cuadro, la realidad objetiva del autor o la subjetiva del espectador, esa aparición, aunque sea tangencial, del mundo surrealista, la exaltación de los procesos oníricos, la ironía en la representación, el proceso creativo que empieza por la elección y rescate de imágenes que pasan por delante de mí y que temporalmente archivo hasta que pierden su oportunidad...”

Toda la historia de la pintura no ha evolucionado sino de un modo semejante. En rigor, dándole vueltas al principio de realidad. El simbolismo de la representación medieval no ambicionaba otra cosa y por eso precisamente fue criticado por los pintores del Renacimiento: por alejarse de la representación de la realidad. Pero el Barroco criticó al Renacimiento por su excesiva idealización de la representación y condujo a la pintura hacia un naturalismo descarnado, más realista. Diderot criticó por su parte a los pintores del Barroco por pintar una realidad en la que uno ya no podía reconocerse y exigió al naturalismo un entorno más real, más doméstico. El Romanticismo se sublevó contra esa pacata realidad y exigió del arte la representación de una realidad más verdadera y más sublime. Delacroix y Turner y Friedrich no quisieron otra cosa con su arte. Pero, con aquella romantización, se alejaron sin embargo idealmente de la realidad y por eso la reacción anti-romántica apuntó en dos direcciones: por un lado, hacia el naturalismo de Courbet y, por otro, hacia el objetivismo impresionista en la representación de los colores. En cuanto heredero del impresionismo, el cubismo no quiso sino representar la realidad de un modo más perspectivista. Y ya hemos visto cómo el Surrealismo no pretendía sino un principio de sobrerrealidad. Que según esto la gran polémica artística del s. XX, formulada por la tradición marxista, haya sido una polémica sobre el realismo, a nadie debería sorprender. El problema del realismo socialista no era entonces un problema ajeno o marginal con respecto a esta tradición. Si una de las grandes obras de la crítica contemporánea, El retorno de lo real de Hal Foster, se formula explícitamente tratando de considerar este retorno, ello evidencia con toda claridad que éste es el problema general de la pintura.

En una conversación con Miguel Fernández-Cid, Eduardo Gruber hablaba de algo que descubrió el día que decidió dedicarse verdaderamente a la pintura: “Ese día hice también un descubrimiento: supe que la incertidumbre, la duda, es la base de la creación, y que se debe caminar hacia lo desconocido”[2].

Ese era precisamente el método del que alardeaba Georges Bataille, uno de los surrealistas más heterodoxos, en La experiencia interior: el proceder hacia el no saber. “El no-saber es el fin y el saber es el medio”[3] –afirmaba allí. Sobre el no-saber desarrolló Bataille todo un ciclo de conferencias, impartidas en el Collège Philosophique, entre 1951 y 1953[4], y con ellas deseaba publicar El sistema inacabado del no-saber, volumen quinto de su Summa Ateológica[5].

“En el arte siempre debes orientarte hacia lo desconocido –le decía Eduardo Gruber a Luis Eduardo Salcines–. Tiene que haber una tensión que produce lo desconocido, el deseo de ver qué pasa”[6].

Siguiendo sin duda ese “deseo” de ver qué pasa Eduardo Gruber se aproxima ahora al surrealismo por aquello que tenía precisamente de “cuestionamiento del principio de realidad”. Éste era entonces el extraño “deseo” que aquel cuadrito de título enigmático expresaba: el deseo de cuestionar la realidad, a ver qué pasa. Sobre esa experiencia se construye la verdadera pintura.

[1] André Breton, “Situación surrealista del objeto. Situación del objeto surrealista” (1935), en Manifiestos del surrealismo, Labor, Barcelona, 1992, p. 303.

[2] Eduardo Gruber, “1985, los orígenes, la ópera, la escala”, correo electrónico remitido a Miguel Fernández-Cid desde Santander, 12 de agosto de 2006; en Miguel Fernández-Cid, Eduardo Gruber. Del dibujo como pensamiento solitario, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos técnicos de Cantabria, Santander, 2007; p. 35.

[3] Georges Bataille, La experiencia interior,en El aleluya y otros textos, ed. de Fernando Savater, Alianza Ed. Madrid, 1981, p. 38.

[4] Publicadas en castellano en Georges Bataille, La oscuridad no miente. Textos y apuntes para la continuación de la Summa Ateológica, Ed. de Ignacio Díez de la Serna, Taurus, Madrid, 2002.

[5] Id. “Planes y proyectos de la Summa Ateológica”, p. 205.

[6] Luis Alberto Salcines, “Eduardo Gruber: en el arte siempre debes orientarte hacia lo desconocido”, entrevista, Cantabria infinita, nº 1, Santander, 2004, p. 54

MIGUEL CERECEDA

Galería Siboney

C/ Castelar, 7 39004 Santander

www.galeriasiboney.com